miércoles, 17 de septiembre de 2008

~ Prólogo para mi corazón de princesa ~

Esta historia es mía. Lo ha sido siempre, desde antes de escribirla, desde antes de pensarla. Esta la única historia que merece la pena contar, la única, también, por la que merece la pena morir. Y vivir. Pues eso es lo que es ni más ni menos: mi vida. Una vida que no es más ni menos interesante que la de cualquier otro, pero que, al menos, he tenido la oportunidad de vivir de la única forma que se podía.

Puede que ahora mismo te estés preguntando por qué deberías prestarme atención. Pues bien, aunque no lo creas tengo una muy buena razón. De hecho, es la misma razón que, sin que lo sepáis, os dan todos los que os cautivan con sus historias. Yo sé mentir. Y miento. La mentira es el condimento de mi vida cuando son los demás quienes la viven un poco. Sin esas pequeñas cosas que nunca han pasado, se han dicho o se han visto, todo sería muchísimo más aburrido, y desde luego eso sería lo último que quisiera que pasara. Así pues estad atentos, pues desde ahora no sabréis diferenciar ya lo que es verdad de lo que es falso.

Mi historia empieza como empiezan todas las historias; al menos, las buenas historias de fantasía cuando no son más que una idea encerrada dentro de una cabeza: cerrando los ojos. Seguramente aun no hayáis podido ver nada, pero eso sólo es porque todavía no sabíais qué mirar. Imaginaos una fiesta enorme, en un salón lleno a rebosar de gente: gente que baila, gente que ríe, gente, en fin, que se divierte en una noche que parece que no va a terminar. Ahora tratad de imaginadme a mí. Os daré una pista: yo no estoy en la fiesta pero la sigo muy de cerca. De hecho, sólo un finísimo tabique falso de escayola me separa de la multitud. Estoy en el guardarropa, donde todos los invitados han dejado abrigos, guantes, bolsos y sombreros antes de pasar a la gran sala. Me gusta este sitio.

Responder a la pregunta que ahora os surge es sencillo. Puede decirse que esta es mi forma de disfrutar de la fiesta. Digamos que no me gusta mucho la gente, ni el ruido, ni la certeza de que mil ojos me observan pero no me prestan atención... Eso nunca lo he soportado. No. Yo prefiero quedarme entre esta otra "gente". Gente que no hace ruido, que no me empuja y que, por lo menos, no me mira para fingir no verme. Esta gente me gusta mucho más que la otra. Tiene su mismo olor sin que me sature el olfato. Tiene la misma conversación, pues me es fácil leer sus secretos y sus pensamientos huecos: los míos. Lo único que esta gente no tiene es tacto. Pero para eso tengo mis manos.

Me acaricio bailando entre las filas interminables de perchas, en la oscuridad, marcando bien los pasos al son de una cercana melodía que se filtra por la delgada pared, traduciendo para mí el sonido que no me hiere ni me señala. Por una vez, como siempre, la nada que es el mundo que me rodea, como al cuello de una viuda rodea un collar de rubíes, me sonríe y me permite un momento de paz antes de volver a la carga.

Alguien me grita. Me vuelvo. Acabo de darme cuenta de que tengo trece años: acabo de nacer. Un peluche morado moteado de verde me anuncia un gran peligro. Parece que la sala se derrumba en el umbral de mi próximo cumpleaños; el universo entero tiembla y se estremece al oír el aleteo de algo que no existe y que, poco a poco, me están empezando a quitar para siempre.

¿Te quedaste con ganas? Pídemelo y seguiré.