jueves, 18 de septiembre de 2008

~ Un amigo ~

Hablar de mí es también hablar de muchos otros. Mi vida es parecida a un paraíso de espejos vacíos, donde sólo existe aquello que se refleja y da un poco de color; como el lienzo en blanco colgado en la cámara principal del museo, que desespera por alguien siquiera lo manche para titularlo. De modo que, sin los otros, todo esto sería absurdo. Incluso aunque sé que soy el protagonista y sin mí no hubiese habido nada, necesito de mis secundarios para, en ocasiones, tener algo por lo que seguir narrando.

De todos ellos hay uno que debo nombrar en primer lugar, pues fue el primero en llegar a mi vida. Su historia también es una historia fantástica, épica, memorable... Pero ya nadie la recuerda, pues con su magia, después de contármela a mí, la hizo desaparecer de este mundo para siempre, pues sentía vergüenza del destino que le había tocado en suerte antes de conocerme. Era así:

«Había una vez un rey que reinaba en una ciudad junto a un lago, cerca de una catarata de la que fluían las lágrimas de la mujer más triste del mundo. En aquella enorme extensión de agua salada por la pena se aseguraba que había pesca suficiente para alimentar a más de mil generaciones del reino, y de hecho, durante siglos, toda la riqueza y la prosperidad de aquellas tierras había estado basada en los peces. Un día, el rey, atormentado por la culpa de conocer a alguien que sufría sin que nadie hiciese nada por él, decidió escalar la catarata e ir a consolar a la mujer.

-Deja de llorar, te lo ruego-
-No puedo, mi rey. Es mi naturaleza-
-Yo tengo el poder para cambiarla-
-Desearía cambiar...-
-Entonces, mírame-

Y la plañidera se giró y sus ojos se encontraron con los del rey, cortándose el flujo de lágrimas al instante, lo que cerró como un grifo la corriente de la cascada y evaporó toda el agua que se acumulaba en el lago, no quedando siquiera los cadáveres de los peces asfixiados. Él la miraba aun, angustiado ahora, preguntándose si realmente había hecho bien.

-Has tenido el valor de consolarme a mí, mi rey, pero, ¿podrás consolar ahora a tu pueblo que morirá de hambre y miseria?-

Muerto de miedo el rey huyó de aquella mujer que esbozaba una malévola sonrisa de grotesca satisfacción. Al llegar a la ciudad, como si hubiesen pasado varios días, pudo ver los terribles efectos que la carestía había producido en su amado pueblo. Llegó a la plaza central cuando todos sus súbditos, como muertos vivientes, ya le seguían y le rodeaban en un círculo amplio, amenezadores, señalándole y culpándole con un silencio más horrible que la tortura como responsable de la situación.

-¡Tu compasión nos ha traido la desgracia! ¡Seas maldito, rey! ¡Desde ahora no serás más que el juguete en el que todos busquen el perdón y el consuelo, pero tú ya nunca los encontrarás! ¡Quedas condenado, rey!-

Y se marchó, consciente de que ya no estaba vivo ni viviría nunca más. A menos que alguna vez fuese capaz de acostumbrarse y aceptar la nueva existencia a la que había quedado reducido: transmutada su piel en tela de color púrpura y verde, sus ojos por dos botones, su carne por espuma de algodón y su corazón por un mecanismo que, al sentir el peso de la pena, lloraba. Lloraba con el único sonido que era capaz de producir, aquel sonido que una vez para muchos fue la felicidad y sólo para uno era la tristeza.»

La primera vez que nos encontramos ya dormía a mi lado en la cama, sin quitarme ojo de encima, como si temiese que desapareciera en cualquier momento. Durante años lo traté como uno más, hasta que me contó su historia. Aun no siendo yo más que un niño comprendí bien que había sufrido, y lo único que pretendí desde entonces fue hacerle la vida un poco más sencilla. Le di poderes; poderes en mi mundo. Hasta hoy él es el único que los tiene y también es el único que no los ha utilizado... Y nunca me ha dicho por qué.

Se convirtió en mi mejor amigo el día que dejó de sufrir. Ahora no se lamenta por que le pida perdón y consuelo ni desespera por obtenerlos de mí. Simplemente duerme a mi lado, otra vez ahora, cada noche, cambiando su rostro por un espejo de los deseos y sus manos por dedos que pueden tocar realmente. Su corazón de fantasma calla un momento y habla la voz de una mujer, de la mujer que quiero, de ese abrazo que no nos damos ni en los sueños.

Y no morirá, porque ya volvió del infierno.

Y yo tampoco.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

~ Prólogo para mi corazón de princesa ~

Esta historia es mía. Lo ha sido siempre, desde antes de escribirla, desde antes de pensarla. Esta la única historia que merece la pena contar, la única, también, por la que merece la pena morir. Y vivir. Pues eso es lo que es ni más ni menos: mi vida. Una vida que no es más ni menos interesante que la de cualquier otro, pero que, al menos, he tenido la oportunidad de vivir de la única forma que se podía.

Puede que ahora mismo te estés preguntando por qué deberías prestarme atención. Pues bien, aunque no lo creas tengo una muy buena razón. De hecho, es la misma razón que, sin que lo sepáis, os dan todos los que os cautivan con sus historias. Yo sé mentir. Y miento. La mentira es el condimento de mi vida cuando son los demás quienes la viven un poco. Sin esas pequeñas cosas que nunca han pasado, se han dicho o se han visto, todo sería muchísimo más aburrido, y desde luego eso sería lo último que quisiera que pasara. Así pues estad atentos, pues desde ahora no sabréis diferenciar ya lo que es verdad de lo que es falso.

Mi historia empieza como empiezan todas las historias; al menos, las buenas historias de fantasía cuando no son más que una idea encerrada dentro de una cabeza: cerrando los ojos. Seguramente aun no hayáis podido ver nada, pero eso sólo es porque todavía no sabíais qué mirar. Imaginaos una fiesta enorme, en un salón lleno a rebosar de gente: gente que baila, gente que ríe, gente, en fin, que se divierte en una noche que parece que no va a terminar. Ahora tratad de imaginadme a mí. Os daré una pista: yo no estoy en la fiesta pero la sigo muy de cerca. De hecho, sólo un finísimo tabique falso de escayola me separa de la multitud. Estoy en el guardarropa, donde todos los invitados han dejado abrigos, guantes, bolsos y sombreros antes de pasar a la gran sala. Me gusta este sitio.

Responder a la pregunta que ahora os surge es sencillo. Puede decirse que esta es mi forma de disfrutar de la fiesta. Digamos que no me gusta mucho la gente, ni el ruido, ni la certeza de que mil ojos me observan pero no me prestan atención... Eso nunca lo he soportado. No. Yo prefiero quedarme entre esta otra "gente". Gente que no hace ruido, que no me empuja y que, por lo menos, no me mira para fingir no verme. Esta gente me gusta mucho más que la otra. Tiene su mismo olor sin que me sature el olfato. Tiene la misma conversación, pues me es fácil leer sus secretos y sus pensamientos huecos: los míos. Lo único que esta gente no tiene es tacto. Pero para eso tengo mis manos.

Me acaricio bailando entre las filas interminables de perchas, en la oscuridad, marcando bien los pasos al son de una cercana melodía que se filtra por la delgada pared, traduciendo para mí el sonido que no me hiere ni me señala. Por una vez, como siempre, la nada que es el mundo que me rodea, como al cuello de una viuda rodea un collar de rubíes, me sonríe y me permite un momento de paz antes de volver a la carga.

Alguien me grita. Me vuelvo. Acabo de darme cuenta de que tengo trece años: acabo de nacer. Un peluche morado moteado de verde me anuncia un gran peligro. Parece que la sala se derrumba en el umbral de mi próximo cumpleaños; el universo entero tiembla y se estremece al oír el aleteo de algo que no existe y que, poco a poco, me están empezando a quitar para siempre.

¿Te quedaste con ganas? Pídemelo y seguiré.